REYES Y MANDATARIOS


Hay una máxima en hostelería que acertadamente dice que no hay cargos u oficios de más o de menos categoría, sino que la categoría está en las personas. Pese a ello, un hotel conceptuado de primera categoría tiende a tener siempre clientes de primera categoría, categoría que en este caso la adjudica la mentalidad del ciudadano de a pie en función de la envergadura o responsabilidad de la persona en cuestión; y dentro de esa clientela selecta que ha pasado por el establecimiento ha habido personajes de los que en su tiempo se ha podido decir que mandan y que deciden, que reinan o que gobiernan, que han liderado gobiernos, que han llevado corona.
No eran clientes habituales, más bien todo lo contrario. Y precisamente por ello generaban expectación, congregaban multitudes, acudían las autoridades locales y provinciales a presentarles sus respetos, ocupaban las portadas de los periódicos. Su presencia en la ciudad no solía provocar indiferencia.
La distancia en el tiempo, y la escasa documentación que sobre estas visitas se ha conservado en el archivo del hotel, ha obligado a hacer un esfuerzo importante y extraordinario de investigación a través de los periódicos y revistas locales, de documentación conservada en otros archivos institucionales, y de testimonios de personas que han sido testigos de algunos de estos episodios.
Este esfuerzo que se ha realizado no sólo ha permitido escribir uno de los capítulos más vistosos del Gran Hotel La Perla, sino que además aportamos aquí detalles y hechos, inéditos hasta ahora, y que afectan a la historia del establecimiento y a la de la ciudad.


En aquellos primeros años de andadura de La Perla un cliente especialmente asiduo, pues visitó la fonda al menos una docena de veces en los años ochenta del siglo XIX, fue el general Martínez Campos (1831-1900), responsable con su sublevación en Sagunto, de la restauración de la monarquía española, es decir, de la subida al trono del rey Alfonso XII (fue él quien lo proclamó rey); Arsenio Martínez Campos fue Ministro de Guerra durante los gobiernos de Sagasta, no sin antes haber ostentado en 1879 la presidencia del gobierno español.
Martínez Campos visitaba Pamplona con cierta asiduidad; era una ciudad que conocía bien gracias a sus luchas contra las tropas carlistas. Y cada vez que acudía a la capital navarra se alojaba en La Perla, utilizando este establecimiento como “cuartel general”, pues era allí donde recibía las visitas. Era práctica habitual que tras su llegada a la ciudad acudiesen a La Perla las autoridades locales y provinciales para presentarle al general sus respetos.

El rey Alfonso XII, que ya el día 7 de agosto de 1884 había visitado las obras del Fuerte que llevaba su nombre, y había sido allí atendido por el personal de La Perla, llegó a Pamplona por la mañana del 12 de agosto. Del almuerzo que se le sirvió en la Casa Consistorial, como de la comida y de la cena que se le sirvió en el Palacio de la Diputación, nuevamente se encargó la Fonda La Perla.
Ese mismo día, por la tarde en el coso pamplonés se celebró una corrida de toros en su honor, con la participación del mítico diestro Rafael Molina “Lagartijo”, que mató los seis toros, quien estuvo hospedado en La Perla.
Con anterioridad a esta visita se tiene constancia, tal y como era costumbre en la ciudad, que la Fonda La Perla solía engalanar sus fachadas cada 23 de enero con motivo del santo del monarca.
Un hecho curioso es que el rey Alfonso XII tenía la costumbre de veranear unas semanas en el Balneario de Betelu, en Betelu (Navarra), regentado en ese tiempo por la Fonda La Perla; es decir, Miguel Erro, fundador y propietario de La Perla, era quien atendía al monarca cuando este pasaba parte del mes de agosto en Betelu. Precisamente la muerte de Miguel Erro el 31 de julio de 1885 en este balneario aquejado de cólera, sirvió para conocer que a Betelu había llegado la epidemia, suspendiéndose la visita de Alfonso XII al balneario, prevista para el día siguiente de la muerte de Miguel Erro. Algún periódico de la época llegó a interpretar que el propietario de La Perla, con su muerte, había salvado la vida del rey. Se desconocía en ese momento que a Alfonso XII le quedaban menos de dos meses de vida.

Tras el fallecimiento en 1885 del rey Alfonso XII, y teniendo en cuenta que su sucesor, el futuro rey e hijo póstumo Alfonso XIII, todavía era menor de edad, la corona española recayó sobre su segunda esposa, Mª Cristina, que ejerció de Reina Regente.
La reina Mª Cristina visitó Pamplona el 27 de septiembre de 1887, alojándose en la suite real que expresamente para ella se preparó en el Palacio de Diputación. Seis días antes, el 21 de septiembre, vinieron a Pamplona desde Madrid un amplio equipo de personas que formaban parte de su servidumbre; se alojaron en la Fonda La Perla, en cuyas cocinas montaron todo el dispositivo que necesitaban para la estancia de la Regente. Así pues, entre La Perla y la Casa Real se ocuparon de todo el tema gastronómico. Era este un binomio que no era nuevo.
Durante la tarde de aquella jornada la reina Mª Cristina salió a pasear por las calles y plazas de la ciudad en un coche de caballos. Entre las paradas que hicieron estaba la que hizo a la Fonda La Perla para visitar y agradecer la labor del equipo de cocina.
Se da la circunstancia de que en la parte alta de la calle Chapitela, junto a La Perla, se había erigido uno de los arcos ornamentales que daban la bienvenida en la ciudad a la reina. Y en la misma esquina de la fonda el Ayuntamiento tenía colocado un cartel, hecho en la imprenta de J. Lorda, en el que bajo el gran titular de “Pamploneses” se exhortaba a los vecinos a recibir a la “augusta Señora que rige nuestra Monarquía” con el tradicional respeto y hospitalidad que en estas ocasiones caracterizaban a los pamploneses.

Un mes antes de la visita de la reina, concretamente el 11 de agosto de 1887, se aloja en “La Perla” el ministro de Marina, quien se hallaba descansando unos días en el balneario de Betelu.

El 16 de agosto de 1902 el rey Alfonso XIII visitaba por vez primera la ciudad de Pamplona. El día anterior llegaban a la ciudad los Ministros de Estado y de la Guerra, a quienes el Gobierno Civil alojó en el Hotel La Perla. Con el mismo motivo se desplazó a Pamplona ese mismo día el Capitán General don Arsenio Linares Pombo, alojado también en La Perla, en donde recibió la visita de las autoridades civiles y militares. El día 16 se alojó en el hotel una comisión del Ayuntamiento de Zaragoza, presidida por su alcalde interino don Antonio Miranda, que iba acompañado de los concejales Ricardo Iranzo y Enrique Armisén, quienes se desplazaban a Pamplona para invitar formalmente al rey a visitar la capital aragonesa durante las fiestas en honor a la Virgen del Pilar. La factura de su estancia, que ascendía a 548 pesetas, fue abonada por el Ayuntamiento de Pamplona.
El monarca estuvo cuatro días en Navarra, alojado en el Palacio de Diputación. El día 19 subió a visitar las obras del fuerte Alfonso XII, en la cima del denominado monte de San Cristóbal (Ezkaba), en donde el Hotel La Perla se ocupó de servir la comida, tal y como venía haciendo en varios momentos de la regia visita, principalmente en los banquetes que se sirvieron en el palacio de Diputación.

El 24 de julio de 1909 llegaba a Pamplona, alojándose inicialmente en el Gobierno Militar don Eduardo Dato e Iradier, ex ministro de la Gobernación y presidente del Congreso de los Diputados. Finalizada su visita oficial a Pamplona trasladó su alojamiento a La Perla, acompañado de sus hijos y de sus nietos. Dio así continuidad a una estancia mucho más relajada, de carácter privado, en la que pudo compartir dos días de estancia con los parientes que tenía en Pamplona, de la rama familiar de los Espinosa de los Montero.

Navarra entera, y con ella la ciudad de Pamplona, conmemoró en 1912 el séptimo centenario de la batalla de las Navas de Tolosa. Con tal motivo, para participar en la solemnidad de estos actos, acudió a Pamplona el rey Alfonso XIII el 16 de julio.
En la misma esquina del hotel, ocupando el ancho de la calle Chapitela, y bajo la dirección del arquitecto José Yárnoz, se colocó en su honor un “arco de triunfo”, erigido por la Cámara de Comercio. El Hotel La Perla iluminó su fachada para la ocasión.
El 14 de julio llegaban al hotel varios jefes de la escolta real del monarca, utilizando este establecimiento como alojamiento y como base de operaciones desde donde se coordinó toda la seguridad de la visita real. Al día siguiente, día 15, era el Ministro de Fomento, señor Villanueva, quien ocupaba una de las habitaciones del hotel. En los días previos lo había hecho el Director General de Agricultura, don Texifonte Gallego.
El día 16, que es cuando llegó Alfonso XIII, se celebró un banquete oficial en el Palacio de Diputación, servido por el Hotel La Perla. En el menú figuraban: Entremeses, Consomé a la Reina, Salmón a la moscovita, Filete medrado en salsa, Peregueux, Jamón de Joskal aspia, Espárragos en salsa holandesa, Capones asados, Ensaladas rusas, Helados de vainilla y fresa, Pastas-moka, Postres varios, Café y licores.
La mañana del día 17, antes de asistir el monarca al Congreso de Viticultura, se desplazó desde el Palacio de Diputación, que es donde se alojó, hasta el Hotel La Perla en donde se le sirvió el desayuno, y en donde aprovechó para agradecer al servicio de cocina su trabajo. Para este aperitivo el hotel estrenó una vajilla hecha para ese momento, en la que aparecía el escudo de Navarra. En la recepción del establecimiento se colocó un artístico buzón de madera que representaba también las armas del viejo Reino.

La celebración en Pamplona del II Congreso de Estudios Vascos fue la excusa para que el 17 de julio de 1920 llegase a Pamplona el Ministro de Gracia y Justicia, señor Conde de Bugallal para participar en la sesión inaugural en representación del Gobierno central. Fue recibido por las autoridades, y se le rindieron honores militares. Pasó la noche en el Hotel La Perla.

En septiembre de 1927 el Hotel La Perla acoge la visita de un nuevo mandatario, el General Primo de Rivera, Jefe del Gobierno Español bajo el reinado de Alfonso XIII.
Las circunstancias políticas del momento, y el riesgo real de que el dictador sufriese un atentado por parte de los anarquistas, obligaron a diseñar una estrategia de prevención. Primeramente la comunicación de la visita a Navarra del Jefe del Gobierno se produjo en el último momento. Para ello el Ministro de Gracia, don Galo Ponte, hizo el 10 de septiembre un viaje relámpago, reuniéndose en el Hotel La Perla con el Gobernador Civil don Arturo Ramos Camacho. Durante esta comida se prepararon los detalles de la visita, incluso con la dirección del hotel, se estudió con detalle la seguridad de la visita.
Los medios de comunicación rápidamente se enteraron de la presencia del ministro en Pamplona, pero el Gobernador rápidamente excusó el no haberlo comunicado antes por la rapidez y la premura de la visita. No sería hasta el día 16 de septiembre cuando comunicó a la prensa que el General Primo de Rivera se disponía a visitar la ciudad, anunciando su presencia para los días 22, 23 y 24 de septiembre. En los días siguientes, para desviar la atención, se dijo que el Jefe del Gobierno se alojaría en el Palacio de Diputación.
Para enredar un poco más la cosa, el día anterior a su llegada se dio a conocer que el viaje se aplazaba un día.
Lo cierto es que el General Primo de Rivera, oficialmente alojado en el Palacio de Diputación, durmió en el Hotel La Perla las noches del 23 y 24 de septiembre de 1927 en medio de un gran despliegue policial, tanto en el interior como en el exterior del edificio.

No han faltado tampoco algunos mandatarios extranjeros, como es el caso del ministro francés Theodore Baron de Berekhein, en abril de 1933. Otro personaje muy recordado en los años cincuenta y sesenta del siglo XX es el Archiduque de Austria. Todavía hay quien recuerda, también, la visita del Gran Visir de Marruecos, o la presencia del príncipe Juan Carlos de Borbón (rey Juan Carlos I) comiendo en la mesa redonda que había en un rincón del comedor a la vez que él –todavía niño- y su familia hacían un alto en su viaje a San Sebastián.
Algunos altos cargos del Gobierno de Franco también pasaron por La Perla; es el caso del vizcaíno Esteban Bilbao, presidente de las Cortes Españolas y del Consejo del Reino, que a principios de los años cincuenta estuvo varias veces alojado; o el navarro Federico Mayo, ministro de Vivienda, que estuvo en 1952 inaugurando las viviendas del barrio de la Chantrea; incluso, por el grado de responsabilidad que tuvo, se podría también citar a Juan Antonio Vallejo Nájera, el que fue Coronel Jefe de los llamados Servicios Psiquiátricos del Ejército, que estuvo en el hotel el 29 de junio de 1953, siendo entonces director del Instituto Nacional de Pedagogía Terapéutica y del Dispensario de Higiene Mental.
El 25 de septiembre de 1948 el Infante don Carlos de Borbón enviaba desde Sevilla un obsequio al director y propietario del Hotel La Perla; se trataba de una cartera de piel que lucía los blasones del Ducado de Anjou y del Ducado de Borbón, en agradecimiento por el trato que se había dispensado anteriormente a sus hijas Isabel Alfonsa y Dolores de Borbón, quien tampoco olvidaba las atenciones que en este hotel se dispensó en 1936 a su hijo el infante Carlos de Borbón, herido en el frente.
Todos ellos, con su presencia, venían a proclamar que La Perla tenía el glamour suficiente para acoger a tan importantes visitantes.


Infanta Isabel de Borbón

Hermana de Alfonso XII era la serenísima infanta Isabel de Borbón, conocida popularmente como “La Chata”. El 19 de julio de 1908 visitó Pamplona en medio de la indiferencia de algunos de los medios de comunicación provinciales (tan sólo “Diario de Navarra” y “El Demócrata Navarro” recogieron profusamente la noticia), entre los que por razones obvias de carácter ideológico, destacaban los periódicos carlistas y tradicionalistas. La infanta y su séquito, en el que también iban la Marquesa de Nájera y el Conde de Coello, ocuparon toda una planta de habitaciones en el Hotel La Perla, con un total de diez habitaciones. La Infanta, tal vez considerando el abundante personal que le acompañaba en el séquito, había rechazado previamente la invitación de la Diputación de alojarse en el Palacio foral, así como la que también le hizo el Conde de Guendulain, y prefirió alojarse en La Perla. Aunque es fácil pensar que en el rechazo a alojarse en el Palacio de Diputación pesase también el tinte carlista de la mayoría de los diputados.
Cuando la Infanta llegó a la ciudad en la puerta del hotel le esperaban los Grandes de España, señores Conde de Guendulain y el Marqués de Albentos, así como una comisión del partido conservador formada por los señores Gil y Bardají, Uranga, Gaztelu y Ubillos. Una vez que la Infanta subió a sus aposentos se asomó a uno de los balcones que daban a la plaza para saludar a la multitud allí congregada; S.A.R. mostró su deseo de que bailasen los gigantes, y así lo hicieron. Ese día las tropas de la guarnición hicieron un desfile en la plaza del Castillo, pasándoles revista la Infanta desde los balcones del hotel.
Una de las diez habitaciones que la Infanta ocupó en el hotel, concretamente una que estaba orientada a la calle Estafeta, se destinó a recibidor particular de S.A.R.; en esta habitación, según informaba “El Demócrata Navarro”, había, además de “muebles ricos y hábilmente colocados”, un piano y elegantes rinconeras rematadas en su parte superior con macetas floreadas. Aquí recibió la Infanta al Gobernador Civil, al Alcalde de Pamplona, al Obispo de la Diócesis, Gobernador Militar, Coroneles de los Cuerpos, y a otras entidades.
La habitación del señor Coello, secretario de la Infanta, era una de las que tenía vistas a la plaza. Y contigua a esa habitación estaba el comedor, o mejor dicho, uno de los comedores, concretamente el que solía usar Pablo Sarasate. El adorno de este comedor era sencillo y elegante, y en él podían comer hasta diez personas. Eso sí, todo estaba preparado para que si la Infanta desease un día invitar a un número mayor de comensales, estaba preparado a tal efecto otro comedor en la planta entresuelo, como así sucedió el mismo día de la llegada, 19 de julio, en el que a las 20’30 horas se juntaron a cenar la Infanta, la Marquesa de Nájera, el Conde de Coello, Gobernador Civil, Alcalde, Condes de Guendulain, Obispos de Pamplona y de Madrid-Alcalá, General Gobernador, Vicepresidente de la Diputación, Deán de la Catedral, Presidente de la Audiencia, Fiscal de S.M., y el Capitán de la Compañía que le dio guardia de honor. Se sabe que durante la cena la Infanta Isabel relató numerosas anécdotas y curiosidades de su madre la Reina doña Isabel.
Contigua al comedor estaba la habitación de la Marquesa de Nájera, con balcones a la Plaza del Castillo y a la calle Héroes de Estella (actual calle Chapitela). Seguido a este dormitorio estaba el de la doncella de la Infanta.
La habitación destinada a S.A.R. doña Isabel de Borbón era una amplia estancia, de estilo italiano, con balcones a la calle Héroes de Estella. Decía el mencionado rotativo que la decoración de esta habitación “es de muy buen gusto, sencilla, con elegante sencillez. Sobre la cama -de nogal tallado- vimos hermoso cobertor de seda azul brocheada de plata. Un bonito escritorio de señora, elegante armario de luna, y demás muebles completan el decorado del dormitorio que puede calificarse de regio”. Quiso también la Infanta, y así se hizo, que en la habitación se le pusiese un tocador.
La escalera central, como los accesos a las habitaciones, estaban minuciosamente decorados, dignos de una visita de esa categoría. El resto de las habitaciones estaban destinadas a la servidumbre real.
Dentro del extenso capítulo de anécdotas que se produjeron en torno a esta egregia visita se puede destacar el hecho de que a media mañana le gustaba a S.A.R. acercarse a La Perla para tomar un caldo.
Pero lo realmente gracioso sucedió el día que llegó la Infanta. Se sabía que venía en un coche descapotable, y se observó que la lluvia hacía acto de presencia de una manera tormentosa. Ante este hecho el presidente de la Diputación, don Manuel Albistur, y el diputado foral don Máximo Goizueta, tuvieron el detalle de salir en un automóvil cubierto al encuentro de la Infanta para traspasarla al coche cubierto. La localizaron en la venta de Izco, en donde la comitiva había parado para merendar. La Infanta agradeció enormemente el detalle, pero rehusó el ofrecimiento. Así pues, cumplidos con el deber de cortesía, las autoridades navarras regresaron a la capital dejando atrás, descansando, a la egregia comitiva.
A las tres y cuarto de la tarde hizo su aparición por la carretera de Zaragoza, ascendiendo a la ciudad, el coche del presidente de la Diputación en el que supuestamente tenía que viajar la Infanta. Al visualizarlo dieron en Pamplona la señal de aviso; se esperó a que se acercase el vehículo un poco más, y cuando ya estaba llegando se activó todo el dispositivo de recibimiento a la egregia visita: música, cohetes, tracas… Para cuando el presidente de la Diputación paró su coche y salió precipitadamente de él haciendo señas de que no traía a la Infanta, ya era tarde, se estaba consumiendo ya toda la colección de cohetes en honor a una infanta que descansaba todavía a treinta kilómetros de la ciudad ajena a los honores que se le estaban tributando. Pero… el anecdotario de su visita no había hecho más que empezar.
Otra anécdota curiosa la protagonizó la propia Infanta en el momento de su llegada a la ciudad al comprobar que en la Plaza del Castillo estaba la tropa en formación, bajo una intensa lluvia, a la espera de que ella pasase revista a los soldados. Inmediatamente ordenó que rompiesen filas, a la vez que mostraba y exteriorizaba su malestar por el hecho de que alguien hubiese tenido a los soldados mojándose sin ninguna necesidad de ello.
Tan sólo unos minutos después sucedía otro hecho curioso. Instalada la Infanta Isabel en sus aposentos del hotel fue requerida para salir a uno de los balcones, pues las autoridades y los Grandes de España querían rendirle su particular homenaje. En un momento dado, estando la comparsa de gigantes lista para hacer su coreografía, la Infanta les hizo cortésmente una seña autorizando el inicio de la actuación. Seguidamente las egregias figuras de cartón piedra se pusieron en movimiento, con el consiguiente susto para el caballo que tiraba del carruaje del Conde de Guendulain que salió corriendo, en estampida, haciendo volcar al vehículo y arrastrándolo por la plaza ante la sorpresa de todos.
La última anécdota –que se sepa- que protagonizó la infanta sucedió por la noche. Las autoridades le habían preparado un acto en el Teatro Gayarre al que asistió, como no podía ser de otra manera. Pero…, finalizado el acto, la Infanta decidió meterse en uno de los cinematógrafos que se habían instalado en la plaza para el pueblo liso y llano; y allí, en ese cinematógrafo, se proyectaba en ese momento, precisamente, una película que trataba del intento de un anarquista de atentar contra el rey. El público, al darse cuenta de que había llegado la Infanta y de que se había acomodado entre el público, empezó a protestar para que el encargado del cinematógrafo suspendiese la proyección de la película pues no les parecía correcto que estando allí la Infanta se proyectase esa película con tan escabroso tema. Tal fue la crispación que la propia Infanta se sumó a la protesta, pero en este caso su petición era precisamente para lo contrario, pues no quería quedarse sin ver la película ni el desenlace de la misma.
Abandonó la ciudad la infanta Isabel de Borbón el día 23, no sin antes recibir en el hotel a las diferentes autoridades que acudieron a despedirse.


Juan de Borbón

Dentro de la historia del Hotel La Perla hay episodios que, por su singularidad, merecen una atención especial. Es difícil de juzgar hasta qué punto fueron, o no, trascendentes, pues seguramente nunca se sabrá, pero con seguridad son curiosos, y probablemente importantes.
Uno de estos sucesos lo protagonizó don Juan de Borbón y Battenberg, Conde de Barcelona, hijo y padre de reyes, a quien unas semanas antes de su fallecimiento en 1993 una representación del Hotel La Perla acudió a visitar recordándole la historia que en este establecimiento vivió. Don Juan la escuchó y la recordó con emoción, y confirmó la veracidad de todo aquello; era una historia que tenía el valor de no haber sido nunca publicada, que era desconocida, tan sólo algún biógrafo la había abordado de forma parcial y difusa. He aquí la historia:

Todo sucedió y acabó en el año 1936. Vivía España entonces su Segunda República, a cuyo comienzo el rey Alfonso XIII, así como el resto de la familia real, tuvieron que abandonar el país.
Es durante este exilio, en octubre de 1935, cuando don Juan de Borbón y doña María de las Mercedes de Borbón contraen matrimonio en Roma, seguido este de un largo viaje de novios en el que durante seis meses recorrieron lugares como Nueva York, Filadelfia, Washington, las islas Hawai, Japón, China, India, Egipto, etc…, llegando a Marsella el día 6 de abril de 1936.
La felicidad que aportaba el nuevo estado civil de los príncipes y el buen sabor que había dejado tan sugestiva luna de miel, solo fue enturbiado por las noticias, cada vez más preocupantes, que iban conociendo acerca del desarrollo de los sucesos políticos en España, agravados especialmente tras el triunfo del Frente Popular en las elecciones del mes de febrero de ese año.
Fijada su residencia en la Villa de San Blaise, de Cannes, don Juan de Borbón iba conociendo la trama civil y militar que se preparaba en España para acabar con el poder legalmente establecido. Todas estas noticias enardecían el espíritu idealista y juvenil de don Juan, que muchas veces exteriorizó su deseo de trasladarse a España, convenientemente disfrazado, para unirse a las juventudes monárquicas y falangistas, y defender en la calle el subsistir de su nación sin descubrir a nadie su identidad, si bien cuantos le rodeaban procuraban disuadirle de sus propósitos, por impracticables, dada su alta responsabilidad como Príncipe de Asturias.
A partir del asesinato de Calvo Sotelo, el desasosiego y la impaciencia de don Juan no tuvieron límites. Se pasaba el día junto a un buen aparato de radio que poseía; y en la noche del 17 de julio captó, aunque confusas, las primeras noticias de la sublevación militar en Melilla, que el 18 se había generalizado en todos los acuartelamientos de África y en algunos lugares de la península.
Su ayudante, don José Luis Roca de Togores, vizconde de Rocamora y capitán de Estado Mayor, apenas iniciada la sublevación se dispuso a incorporarse a sus compañeros alzados en armas, y don Juan concibió la idea de acompañarle con nombre falso. Costó mucho disuadirle, convenciéndole de que dada su alta jerarquía lo más conveniente era que se uniera a un grupo de civiles que pudieran venir a buscarle desde la “zona nacional” y entrar con ellos para dirigirse al frente. La operación no era sencilla.
El día 28 de julio partió para el frente de batalla su hermano político, el infante don Carlos de Borbón y Orleáns, quien a la edad de 27 años, y “procedente de Francia”, se inscribió el día 29 en el Hotel La Perla, de Pamplona, con “pasaporte expedido en Niza” –según figura en el Libro de Registro de Viajeros-, alojándose en la habitación número 69 (actual 105).
El mismo 28 de julio don Juan recibió aviso telefónico desde Biarritz en el que se le informaba de que un grupo de jóvenes monárquicos navarros, que conocían sus propósitos, estaban dispuestos a acompañarle. Don Juan no lo dudó. Se despidió de su mujer que estaba a punto de dar a luz; fue después a despedir a su madre, la reina doña Victoria Eugenia, y cuando estaba con ella recibió un nuevo aviso de que el viaje había sufrido un aplazamiento de horas, por lo que regresó a Cannes y allí se encontró con que doña María de las Mercedes, nerviosa y excitada por las emociones sufridas en las últimas horas, se había sentido mal en la madrugada del día 30 de julio y en las primeras horas de ese día había dado a luz a una niña a quien se le puso el nombre de Pilar.
Justo tuvo tiempo don Juan de conocer a su primera hija. Conectó telefónicamente con don Alfonso XIII, quien se encontraba en Checoslovaquia, para pedirle permiso para su decisión y despedirse de él. Don Alfonso no sólo le concedió el permiso, sino que aplaudió su gesto y le bendijo.

Es así como, en medio de estas circunstancias familiares, a las seis de la madrugada del siguiente día, 31 de julio, salió de Cannes el príncipe en dirección a España. Sin detenerse más que lo indispensable atravesó a toda velocidad geografías hostiles a su credo, llegando a Biarritz a las once de la noche, en donde se juntó con el grupo de navarros y con el infante don José Eugenio de Baviera.
Durmieron en casa de don Andrés Soriano, filipino español, y a las seis en punto de la mañana siguiente salieron hacia la frontera navarra de Dantxarinea. A partir de ese momento don Juan de Borbón y don José Eugenio de Baviera ocultaron su verdadera identidad, pasando a llamarse “Juan López” y “José Martínez” respectivamente.
El grupo de navarros les facilitó toda la documentación necesaria para atravesar la frontera, siendo así como don Juan de Borbón, “Juan López”, entró a España como trabajador del pamplonés Hotel La Perla. Eran las ocho de la mañana del 1 de agosto de 1936.
A las diez y media llegó a Pamplona sin ser reconocido por nadie, acudiendo directamente al Hotel La Perla en donde agradeció a su dueño, el apodado “Pepe Perla”, el favor que le acababa de hacer, a la vez que visitaba a su cuñado el infante don Carlos que, habiendo resultado ya herido, recibía todas las atenciones necesarias en el establecimiento.
Conviene recordar que este hotel, durante la Guerra Civil, acogió en sus habitaciones a numerosos heridos de ambos bandos a quienes se cuidaba con un mimo muy especial sin mirar su ideología, y a quienes una vez curados y bien alimentados se les facilitaba todo lo necesario económicamente para sobrevivir durante unas semanas. Este era el caso de don Carlos de Borbón.

Don Juan descansó en La Perla durante una hora. En este espacio de tiempo fue saludado por contadísimas personas que supieron de su llegada. Allí cambió don Juan su traje gris claro de franela y su boina azul por un buzo azul del hotel al que se le habían bordado el yugo y las flechas. La esposa del aviador Ansaldo, al verle ya vestido de mono azul con el símbolo bordado de la Falange y brazalete con los colores rojo y amarillo, le ofreció una boina roja diciendo: “¿Quiere Vuestra Alteza boina roja?”, “desde luego” contestó el príncipe encasquetándosela en el acto.
Y así, con la boina roja en su cabeza, don Juan de Borbón cometió el error de asomarse al balcón de la habitación de su cuñado, ignorando que ese balcón que en el primer piso del edificio hacía ángulo con el suyo correspondía a la sede del Círculo Tradicionalista. Inmediatamente le reconocieron, y no habían pasado apenas unos segundos cuando ya le estaban increpando por usar la boina roja, a la vez que le acusaban de no ser digno de llevarla.
Con esta indumentaria, y tras este serio incidente, el miliciano Juan López salía a los pocos minutos hacia Burgos ante la sospecha de que los tradicionalistas denunciasen su presencia en Pamplona, como así fue. Don Juan salió de la ciudad con sus acompañantes, siendo su destino el frente de Somosierra, en donde proyectaban unirse a la columna del general García Escámez.
En Burgos comió en casa de los señores de Vesga y visitó la Catedral para orar unos momentos. En las primeras horas del amanecer llegaron al Parador de Aranda de Duero en donde se dispusieron a cenar.
Apenas habían transcurrido diez minutos cuando entró a saludarles un teniente de la Guardia Civil, a quien el alférez Ochoa, que acompañaba al Príncipe, conocía bien. Durante la conversación que el grupo de don Juan mantuvo con el teniente, éste inocentemente, sin sospechar nada, les comunicó que le había sido transmitida la orden de detener a un coche que desde Burgos se dirigía a Somosierra y que creía que debía de pasar dentro de una media hora. Añadió el cándido teniente que se le había encargado, reiteradamente, que había de tratar con la mayor consideración a las personas que en él viajaban.
Todos comprendieron que la orden, tan inocentemente transmitida, se refería a ellos, y don Juan temió que si su llegada era ya conocida por las autoridades superiores, como así era, no le permitirían el logro de sus anhelos.
Minutos después de esta conversación un empleado del parador les preguntó: -¿Algún señor de ustedes se llama Vigón?- en alusión al capitán don Jorge Vigón (primer ministro de Obras Públicas del franquismo), quien se encontraba entre el grupo de amigos que acompañaba en ese momento a don Juan. –Sí-, dijo entonces el capitán Vigón. –Pues haga el favor de acudir al teléfono, que le llaman desde Burgos-.
Al otro lado del hilo telefónico se encontraba el general Dávila para comunicarle que el general Mola estaba muy preocupado por la presencia de don Juan en territorio español. El general Dávila les ordenó no seguir, y que dieran su palabra de honor de que una vez acabada la cena iniciarían el regreso hacia la frontera francesa, y con esto no hacía sino transmitir la orden del general Mola, que consideraba que otra debiera de ser la forma de servir a España por parte de don Juan, que no la de acudir al frente de batalla; su responsabilidad como Príncipe de Asturias se lo impedía.
Acabada la cena, y apesadumbrado don Juan, percatándose de las razones que movían al mando a adoptar tal decisión, acató respetuosamente la orden e inició el viaje de vuelta.

Pasaron por Burgos sin detenerse, y bien entrada la noche llegaron a Pamplona, acudiendo directamente de nuevo al Hotel La Perla en donde descansó un rato en una de las habitaciones (la numerada hoy con el 105), y visitó por última vez a su cuñado don Carlos de Borbón, quien el 27 de septiembre, pocos después de abandonar –ya curado- el hotel (para el que dejó una foto dedicada) encontró la muerte en el frente del Norte.
A las cinco y media de la mañana de aquél 2 de agosto de 1936 don Juan de Borbón, después de cambiar nuevamente sus ropas, abandonó el Hotel La Perla con catorce acompañantes en dirección a la frontera. A las ocho de la mañana el Príncipe de Asturias –supuestamente futuro rey de España- pasaba de nuevo a Francia, en donde el ambiente hostil a la monarquía española le hizo identificarse por última vez como “Juan López: trabajador del Hotel La Perla”.

Confirmación

Toda esta historia aquí relatada había llegado a ser parcialmente publicada por algunos de los biógrafos de don Juan de Borbón; nunca con tanta riqueza de detalles como aquí se ha hecho.
El 24 de enero de 1993 una representación de la familia propietaria del Hotel La Perla acudió a la Clínica Universitaria de Pamplona con esta historia en la mano, y con la intención de ser recibidos por don Juan, cuya enfermedad estaba ya muy avanzada. Los guardaespaldas de don Juan de Borbón fueron los primeros en sorprenderse al conocer la intención de la “embajada” hotelera, y es que nadie, o casi nadie, que no hubiese anunciado previamente su visita y le hubiesen dado hora, difícilmente podía aspirar a ser recibido por don Juan. Los propietarios del hotel no eran, en absoluto, ajenos a este inconveniente.
Tras presentarse al ayudante particular y acompañante de don Juan, el Capitán de Navío Teodoro Deleste, accedió a atenderles.
-¿Qué desean ustedes?- interrogó el capitán Deleste.
–Venimos en representación de un hotel de Pamplona, se llama La Perla…-.
-Conozco perfectamente la historia de ese hotel- cortó Deleste.
–Queríamos saludar a don Juan e interesarnos por su estado de salud. Le traíamos también esta pequeña historia de la relación suya y de la familia real con nuestro hotel. Nos gustaría que don Juan nos corrobore lo relacionado con él-.
El capitán Deleste tomó el papel entre sus manos y lo leyó detenidamente. Vio también una cartera y una tarjeta obsequiadas por el suegro de don Juan al Hotel La Perla.
-¡Qué bonito!, es muy interesante –dijo sorprendido-, aguarden un momento-.
Acto seguido el capitán de Navío se introdujo en la habitación de don Juan de donde no salió hasta media hora después.
-¿Son ustedes propietarios del hotel y familiares directos de los antiguos dueños?- interrogó de nuevo don Teodoro Deleste.
Al escuchar la respuesta afirmativa, les invitó:
-Pueden pasar, el Señor desea recibirles-.
A partir de ese momento don Juan de Borbón, emocionado y con gran amabilidad y simpatía, revivió con el pensamiento, acompañado de los descendientes de sus antiguos bienhechores, aquellos momentos impregnados de juventud y de idealismo, cincuenta y cinco años atrás, que leía y releía en esa íntima historia que había preparado el Hotel La Perla.
Sin apenas poder hablar, por lo avanzado de su enfermedad, estrechó con gran afecto las manos de sus contertulios y acertó a decir entrecortadamente:
-¡Qué recuerdos!-.

Al concluir la visita fueron acompañados por el capitán Deleste, quien les prometió que les enviaría, con mucho gusto, un recuerdo del Señor para el hotel.
Veinticuatro horas de la vida de un Príncipe fueron suficientes para hacerle emocionarse con el recuerdo de su juventud. Sin duda don Juan estaba agradecido, y quiso premiar con su recepción los servicios prestados por La Perla durante la labor humanitaria que esta prestó en aquellos años bélicos, en la que a él, el destino así lo quiso, le tocó ser uno de los beneficiados.
El Hotel La Perla, por su parte, aquél 24 de enero de 1993 recibía el visto bueno por parte de su protagonista de una de las muchas historias y episodios que ha vivido a lo largo de su prolongada vida.