TIEMPOS DE GUERRA




La guerra, “alzamiento”, “cruzada”, o sublevación (a gusto del lector) se iniciaba en Navarra con varias horas de retraso. No comenzó el 18 de julio de 1936, como en otros puntos de la nación, sino en la madrugada del día 19. Se trataba de una revuelta contra el gobierno que había emanado de la proclamación de la II República Española; los sublevados entendían que tras las elecciones de febrero de 1936 este gobierno se había radicalizado en exceso, y que la situación era ya insoportable. Se asistía a una sublevación militar, respaldada en el caso de Navarra por una amplia base civil.
En las semanas previas al “alzamiento” no faltaron reuniones secretas, conspiraciones, y acuerdos; y el Hotel La Perla era uno de esos lugares en donde se producían estos encuentros. Domingo Fal Conde, Manuel Hedilla, militares… y otros muchos personajes, se dedicaron durante meses a hablar, debatir, conspirar, y organizar una guerra que se les fue de las manos al menos en lo que a duración se refiere.
Pero antes de entrar de lleno a hablar de la guerra y de sus preparativos, no hay que olvidar que existe con anterioridad una anécdota curiosa, curiosa y graciosa, sobre todo si la miramos desde la perspectiva del tiempo pasado. Se trata del incidente que se vivió delante del hotel el 14 de abril de 1936, cuando la conspiración estaba ya muy avanzada. El falangista tudelano Aniceto Ruiz Castillejo, tras una entrevista con Manuel Hedilla, recibió desde Pamplona un telegrama. Él interpretó erróneamente que era la contraseña esperada para alzarse en armas, y ni corto ni perezoso reunió a todos los falangistas tudelanos y en un autobús subieron hasta Pamplona exhibiendo armas y banderas, lanzando proclamas, y entonando los himnos de rigor. Cuando llegaron en la Plaza del Castillo al Hotel La Perla rápidamente los camaradas pamploneses les hicieron ver que todavía no había comenzado ninguna guerra, les dijeron que escondiesen las armas y toda la parafernalia, y que regresasen de nuevo a Tudela. Las autoridades no se enteraron del suceso, lo cual ya era un signo inequívoco de la complicidad, respaldo, o complacencia, de una mayoría de los ciudadanos.


Conspiraciones y preparativos

En el mes de mayo Manuel Hedilla, acompañado de Antonio Rodríguez Jimeno, acude a Pamplona para transmitir de forma oficial instrucciones a las delegaciones falangistas sobre el Alzamiento que se preparaba; las reuniones se celebraron en el Hotel La Perla. Se entrevistaron con el jefe provincial Jesús Machiñena Lizarraga. A este encuentro acudieron también Gregorio Apezteguía (jefe entonces de la Primera Línea), Zabalza, y Sanz Orrio. Este mismo mes, y el siguiente, acude Hedilla varias veces a Pamplona donde va dando instrucciones. Curiosamente dentro de la Falange navarra hay un sector muy importante –desde Julio Ruiz de Alda hasta José Moreno- que se opone a la participación de este movimiento político en la guerra; la casualidad quiso que estos opositores viviesen impotentes los preparativos desde la cárcel. A pesar de ello José Moreno se enfrenta abiertamente a Manuel Hedilla acusándole de someterse a los intereses de Franco, llegando a intercambiar ambos la publicación de panfletos acusatorios.
La que no fue tan secreta fue la reunión que hubo en La Perla a mediados de mayo de 1936. A Pamplona había llegado el General Gómez Caminero con la excusa de pronunciar unas conferencias dirigidas a la tropa, pero su misión parece que era otra. Le enviaba el Gobierno de la nación a la capital navarra para que tomase el pulso de la situación, para que se enterase de los verdaderos planes del General Mola, y para que de todo ello informase en Madrid a las autoridades republicanas. Así pues, en un salón del Hotel La Perla se reunieron los generales Gómez Caminero y Emilio Mola, actuando de testigo en este encuentro García Escámez. De aquella reunión trascendió después que en el transcurso de la misma se habían alcanzado altas cotas de tensión debido a las profundas discrepancias que Gómez Caminero y Mola mostraban a la hora de hacer un diagnóstico sobre la situación que se estaba viviendo en España. A su regreso a Madrid el General G. Caminero redacta un detallado informe de la reunión mantenida en La Perla en el que, entre otras cosas, dice que considera “imprescindible relevar a Mola, porque la guarnición de Pamplona, demasiado numerosa, influida por él, podía constituir peligro”.

Fueron años difíciles, ¡muy difíciles!. Poco antes de empezar la guerra, concretamente la mañana del 3 de junio, un espectacular convoy de vehículos y de policías republicanos llegan en viaje relámpago (ida y vuelta en el día) a Pamplona desde Madrid bajo el mando de Alonso Mallol, director general de Seguridad, presentándose en el Hotel La Perla, buscando un supuesto alijo de armas, fusiles polacos y pistolas, que se habían traído para armar a los rebeldes que conspiraban ya contra el poder establecido. Los agentes que entraron al hotel fueron directos al lugar en donde hasta entonces se habían guardado esas armas, lo cual era una prueba evidente de que se había producido algún chivatazo, pero no contaban con la casualidad; y la casualidad quiso que unas horas antes se repartiesen esas armas, de tal manera que cuando los policías, haciéndose acompañar de César, uno de los hijos de José Moreno, entraron a la estancia numerada con el 76 (una antigua habitación convertida en ese momento en oficina), lo que encontraron fue un hueco vacío. Ciertamente la información que traían era correcta, es decir, situándose en el centro del umbral de la puerta, siete pies al frente y en ángulo recto otros cuatro pies a la izquierda, allí había dos maderas que se podían levantar dejando a la vista un hueco alargado que durante semanas había acogido un pequeño arsenal de fusiles polacos que Baleztena había conseguido introducir en Pamplona. Sobra decir que César Moreno supo justificar con naturalidad e inmediatez la existencia de ese escondite, explicando a los agentes que allí se guardaba habitualmente la recaudación del hotel hasta que era llevada al banco.
No se encontraron las armas, pero a José Moreno la República lo encarceló en la Ciudadela de Pamplona; y curiosamente Franco lo encarcelaría después en Salamanca. Fue el precio de ser consecuente con sus ideas.
La acción protagonizada el 3 de junio en el Hotel La Perla por la policía republicana se traduce en el traslado de las reuniones conspiratorias a otros puntos, reuniones estas que ya con antelación estaban muy repartidas, y que especialmente a partir de este día se trasladan a puntos geográficos que tenían en común el hecho de estar fuera de Pamplona y en los que no hubiese cuartel de la Guardia Civil.
A pesar de ello, y esta vez sin estar preparado, el 4 de julio se aloja en el Hotel La Perla el General Batet, que acude a Pamplona con la misión de abortar cualquier conspiración militar que pudiera haber. Batet arengó esa mañana a las tropas de la guarnición exhortándoles a no acatar más órdenes que las suyas, provocando esto un primer incidente verbal con Mola. Al final de la mañana hubo en La Perla un segundo encuentro entre ambos generales, y en esta ocasión el enfrentamiento fue más violento, fue un enfrentamiento físico, en el que Mola, enfadado ante lo que el General Batet le estaba diciendo, llegó a coger a su superior jerárquico por las solapas con palabras amenazadoras. Ante la gravedad de la situación Batet, que inicialmente tenía previsto regresar ese mismo día a Madrid, decidió posponer unas horas su regreso a Madrid, quedándose a almorzar en La Perla, en donde después de comer se retiró a la habitación a descansar, ignorando que mientras él echaba la siesta en La Perla los conspiradores se reunían primero en la terraza del Café Iruña, y después en la del bar Torino (debajo de su habitación). A las 21’30 horas de ese 5 de julio, y por un espacio de treinta minutos, se reunieron en La Perla el General Batet y el Comandante de la Guardia Civil Rodríguez Medel (ambos republicanos y fieles al Gobierno frentepopulista de la nación); a este último, que vivía en La Perla desde su llegada a Pamplona, le acompañaba en ese encuentro una tercera persona sin identificar.
Es así como el Hotel La Perla fue escenario de reuniones protagonizadas tanto por quienes conspiraban contra el poder establecido, como de quienes conspiraban contra las conspiraciones de los primeros.
Con anterioridad este establecimiento hotelero, durante toda la etapa republicana, había acogido actos, banquetes, y homenajes, de fuerzas políticas variopintas. Era habitual que se alquilasen los salones del hotel para elaborar proclamas, para celebrar banquetes, para mantener contactos, y para todo tipo de actividades políticas.
Allí se fundó Falange Española con la presencia de José Antonio Primo de Rivera; allí se alojó Leizaola cuando vino a participar en el Aberri Eguna; allí alimentaban su estómago y su entusiasmo político los jaimistas, los carlistas, los tradicionalistas, los socialistas, y otros más que nunca sabremos.
Es inevitable hablar de la figura de José Moreno, propietario de La Perla, convertido por un tiempo en Jefe Territorial de la organización política Falange Española de las J.O.N.S.; que se opuso a las interferencias de Franco cuando se habló de formar un partido único fusionando a falangistas y carlistas en lo que después se llamó FET de las JONS. Le vemos a José Moreno, apodado “Pepe Perla”, enfrentado a Manuel Hedilla, Jefe Nacional de la Falange, acusándole de plegarse a los intereses de Franco; y le vemos también, dentro de un triunvirato, liderando en España una Falange revolucionaria, nada acorde con el espíritu que después le dio Franco. Es por ello que al acabar la guerra José Moreno, en desacuerdo con esa Falange “Tradicionalista” que impuso el caudillo, abandonó esta organización y todo contacto con la política.


19 de julio de 1936

Y el día llegó. Era un ambiente de guerra, un ambiente que nos remonta al 19 de julio de 1936 que es cuando Navarra se alza en armas. La Plaza del Castillo poco a poco se va llenando de gente; llegaban autobuses cargados de requetés desde todos los rincones de Navarra; también algunos falangistas, pero eran una fuerza política mucho menos relevante. La estampa final de ese día fueron miles de combatientes en formación dispuestos para salir al frente a luchar, banderas bicolores de España por doquier, también enseñas carlistas y falangistas. La propia fachada del hotel aparecía engalanada con los colores nacionales y con los de la Falange luciendo enormes colgaduras en cada piso.
Oficialmente la guerra, o la sublevación, se había iniciado el día anterior en el resto de España, pero el fracaso de aquella revuelta saltaba a la vista. De hecho, esa mañana del 19 de julio, el sublevado Francisco Franco llamó por teléfono a Pamplona para hablar con el general Mola; quería transmitirle que las guarniciones no habían respondido, que Melilla y Pamplona eran las únicas sublevadas, que no merecía la pena seguir con la revuelta. Pero Mola no estaba en el Palacio de Capitanía, y le remitieron al teléfono del Hotel La Perla, pues le informaron que estaba en la Plaza del castillo pasando lista a las tropas.
Ante la llamada de Franco en La Perla salieron a buscar al general, y este último, una vez escuchada la opinión de su compañero de alzamiento, apoyado en el mostrador del hotel, le respondió con rotundidad: “Francisco, tu haz lo que quieras, pero en la Plaza del Castillo de Pamplona hay en este momento miles de hombres listos para luchar y que me están diciendo que ¡adelante!, así que yo con ellos estoy, y esto ya es imparable”. Ante esta reacción al joven general Franco no le quedó más remedio que admitir: “pues si tú estás dispuesto a seguir, yo no voy a ser menos”. Y ese día salían desde Pamplona varias columnas de combatientes hacia una guerra que habría de durar tres años.
Más duro no pudo ser el comienzo de la guerra. José Moreno estaba preso; y su mujer Ignacia y su hijo Eduardo, que se habían desplazado a Madrid para una visita médica, eran fusilados en la puerta del Hotel Asturias por un pelotón de milicianos. Esa, y no otra, era para La Perla la tarjeta de presentación de la guerra.
En aquel locutorio telefónico que había en el vestíbulo del hotel el general Emilio Mola acababa de sentenciar que la sublevación debía de seguir adelante, que la maquinaria de la guerra no debía pararse. Junto a él, en la pared, aparecía dibujado un gran mapa de España; sobre esta piel de toro se había puesto unas banderas nacionales, bicolores y tricolores, según fuese el dominio en ese momento; Ceuta y Melilla (Franco) y Pamplona (Mola) eran las únicas ciudades tomadas por el bando nacional, el resto estaba en manos del bando rojo. Esa misma mañana, desde la pamplonesa Plaza del Castillo, miles de combatientes salían en columnas hacia diferentes frentes, ilusos ellos, pensando que en dos días estaba todo solventado.


La última lección

Liberado José Moreno, ante una guerra con la que no estaba de acuerdo, y con el trance doloroso de haber perdido a su mujer y a su hijo, no cabe duda de que todo ello le condicionó para vivir la guerra de otra manera. El humanismo de la familia propietaria del hotel dio pie a situaciones curiosas, increíbles a más no poder. Y es que el Hotel La Perla, cuyos soportales, tabicados con sacos hasta media altura, ofrecían el aspecto de un bunker, se convirtió en aquellos primeros meses de la guerra en un centro de acogida humanitaria. Militares, carlistas, falangistas, nacionalistas, socialistas, comunistas, anarquistas…, todos convivieron bajo un mismo techo, en armonía, y agradecidos porque, habiendo resultado heridos en el frente, o perseguidos por razones políticas, allí habían sido acogidos por una familia, la familia Moreno Erro, especialmente sensibilizada por los horrores de la guerra.
A los heridos del denominado bando nacional no se les dejaba irse del hotel hasta que no estuviesen totalmente curados; y cuando partían se les daba ropa, alimentos y dinero para subsistir un tiempo.
A los refugiados del bando rojo se les ofrecía alojamiento, comida, discreción…; y de allí no se iban sin que el hotel les hubiese conseguido un salvoconducto falsificado y una fuga debidamente organizada. Tampoco les faltaban en su marcha ropa, alimentos y dinero para unos días.
Décadas después, tras la muerte del general Franco, y durante varios años, fueron varias las personas que se acercaron hasta el hotel para agradecer a los dueños del establecimiento el trato recibido durante la guerra por parte de sus padres y de sus abuelos. Se escucharon testimonios realmente estremecedores de familias enteras, de ideología socialista y comunista, que fueron escondidas en los sótanos del hotel –donde hoy están los salones “Luis el Hutín” y “Rincón de la Sal”-. Allí salvaron la vida, y allí recibieron la primera ayuda para iniciar una nueva vida. Impacta, y mucho, ver a una anciana, con lágrimas en los ojos, recorrer sesenta años después aquellos sótanos con paso decidido, con la seguridad de saber donde pisa, con los recuerdos agolpándose en su mente, enfrentándose a un momento soñado durante décadas. Desde Francia, desde Argentina…, el agradecimiento de quienes entonces eran niños o niñas ha llegado desde muchos sitios, y en su mente pervivía todavía el recuerdo emocionado de aquellos momentos, de aquellos rincones, de aquella suculenta comida que se les daba, de aquella ausencia de noticias de sus familiares… El hotel fue su casa durante semanas, o durante meses en algunos casos. El hotel se ocupó de trapichear para conseguirles papeles. El hotel gestionó con la Cruz Roja la obtención de información de familiares desaparecidos. El hotel…; este es el lado bueno y bonito de la guerra, de aquella guerra, de aquél dolor y de aquél sufrimiento. Y lo más curioso es que no se tiene conocimiento de ninguna denuncia de los beneficiados nacionales contra los beneficiados rojos; no cabía el odio ni la rivalidad en esa lección y en ese gesto de humanidad.
La última lección, extremecedora hasta decir basta, la veíamos décadas después de finalizada la triste y penosa guerra. Ha quedado dicho que la esposa y el hijo de José Moreno (Ignacia Erro y Eduardo Moreno), y también un primo de ella, fueron fusilados en Madrid delante de la fachada del Hotel Asturias por un pelotón de milicianos. Habían acudido a aquella villa a una visita médica. Aquél episodio no acabó allí; inmediatamente se corrió la noticia en Pamplona, y salió en los periódicos causando profunda consternación. Rápidamente se fueron conociendo más detalles de aquello; lo más impactante fue saber que detrás de aquél fusilamiento había habido previamente un reconocimiento de su identidad, alguien los había reconocido en Madrid, exactamente la misma persona que dio la orden al pelotón de disparar contra sus cuerpos. Aquella persona era Jesús Monzón Reparaz, líder comunista navarro. Lo más triste era que Jesús Monzón había salvado su pellejo el 19 de julio en Pamplona gracias a que un carlista lo había escondido en su casa; Monzón se salvó, pero Lizarza fue ejecutado por esconderle. Y es así como la ciudadanía pamplonesa conocía que la orden de ejecución de Ignacia Erro y de Eduardo Moreno la había dado este escribiente de la Diputación de Navarra.
No había finalizado todavía la guerra cuando César Moreno se presentó en Madrid, todavía bajo dominio republicano, buscando los restos mortales de su madre, de su hermano y de su primo. Afortunadamente los cuerpos habían sido debidamente identificados con un número, una fotografía, y una caja mortuoria, lo que permitió poder traer a Pamplona aquellos restos y darles cristiana sepultura.
Jesús Monzón había huido a Francia, posteriormente fue detenido en Barcelona, encarcelado, y finalmente liberado gracias a las muchas influencias y amistades que tenía dentro del aparato franquista. Después de unos años de residencia en Méjico regresó a España en 1969, concretamente a Mallorca. La enfermedad del cáncer hizo que en 1973 fuese trasladado a Pamplona, muriendo finalmente ese mismo año en la Clínica Universitaria.
La muerte de Monzón tuvo un episodio que se desconoce; no lo ha recogido, por desconocimiento, ninguno de sus biógrafos, más preocupados además en salvaguardar su imagen de comunista consecuente que en otra cosa. Y la realidad es que Jesús Monzón en sus últimas semanas de vida fue asistido por dos mujeres. Una de ellas era su esposa. La otra mujer era Mercedes Moreno, hija de Ignacia Erro y hermana de Eduardo Moreno, a quienes Jesús había hecho fusilar. Y es así como Monzón tuvo que asistir en sus últimos momentos a lo que era un acto de amor cristiano, le daban amor en lugar de odio; aquella mujer, lejos de despreciarle y de reprocharle, le estaba cuidando, le estaba asistiendo, de todo corazón. ¡Qué duro tuvo que ser aquello para él!. Y esta es la gran lección de aquella guerra. Algún biografo ha llegado a decir que Monzón no quiso rezar antes de morir, pero la realidad es que en sus últimos momentos Jesús Monzón, repitiendo la oración que iba recitando Mercedes, le pidió a San José, patrón de la buena muerte, su intercesión.

Esta fue la guerra, una guerra civil, en la que el Hotel La Perla tuvo, como vemos, su protagonismo. La pena es que las paredes no hablan, pero los testimonios recogidos, el agradecimiento hecho lágrima, esos sí que hablan por sí solos, y con claridad pasmosa.
En todo este contexto es donde se desarrollan episodios –relatados en otro capítulo de este trabajo-, como la visita de don Juan de Borbón, o la estancia de su primo Carlos.